jueves, 4 de marzo de 2010

El saxofón de mi amigo Alberto

Cuando llegué a casa de mi amigo Alberto, observé que tenia en la pared del salón un enorme saxofón.
Al ver mi cara de sorpresa, su padre me lo bajó y me preguntó si lo quería probar.
Accedí encantada y toqué una melodía que se me venía a la mente cada vez que alguien hablaba de la primavera. Creo que es de algún compositor famoso.

Le fui a devolver el saxofón cuando, para mi sorpresa, descubrí que el chicle de fresa que llevaba, se había quedado pegado en la boquilla. Me giré e intenté disimularlo todo lo que pude mientras al compás pensaba ''¿Quien me manda tocar saxofones ajenos?''. Alberto le dirigió una mirada a su padre, no más curiosa que la que después se clavó en mis ojos.
Así que haciendo de tripas corazón y tensando involuntariamente todo mi cuerpo, le expliqué el pequeño percance y fui corriendo al baño para limpiar los restos de ese inoportuno trident.

Antes de volver, llamé a mi amigo Alberto para que me hiciera compañía en esos abochornantes momentos (que no sé si era mejor estar sola o acompañada por él) y le pedí disculpas no para que no se sintiera mal, sino para que no pensara cosas desagradables sobre mí y él me contestó, con un tono poco seguro que no pasaba nada, que eso le podía pasar a cualquiera.
Todavía me pregunto si me lo dijo por convicción propia, o para que yo no me pensara que era un gilipoyas por no ponerse en mi lugar ni comprender el mal trago que había supuesto para mi llenar la boquilla del instrumento de trident de fresa.

Y también me sigo preguntando si los mensajes que mandamos (y de los que por cierto presumimos e informamos a todos los de nuestro alrededor de nuestra gran obra) por lo del desastre de Haití (cuyo nombre ya no recordaba), lo hicimos porque verdaderamente creíamos que estábamos ayudando mucho con 1€, o simplemente por sentirnos bien con nosotros mismos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario